Obispo y Oro: La impresionante temporada de Castella.

Por Fernando Fernández Román.

La temporada de toros del 23 echa la persiana cuando noviembre dobla en las tablas de la penúltima hoja del calendario. Fin del año taurino para la parte de acá del Atlántico. Llega, pues, la hora de la estadística (a la que tan refractario fui siempre), la de la tabla clasificatoria cuajada de números; ya saben, tantas corridas, tantas orejas o rabos en plazas de primera, segunda y tercera categoría. ¿Quién fue el campeón? Si utilizamos el baremo del fútbol, los toreros que se han encaramado a lo más alto de la tabla son, por este orden, Andrés Roca Rey, Alejandro Talavante, Sebastián Castella y Emilio de Justo. Todos ellos han toreado por arriba de cincuenta tardes y se han inflado a cortar orejas, incluso rabos, erigiéndose, por tanto en campeones. Ha sido éste el año en que El Juli –en trance de despedida–, ha dosificado actuaciones y Morante se ha mancado en la muñeca, por tanto, ambos han quedado descolgados del cuarteto de la Champions del toreo. Su clasificación y preminencia, es indiscutible. Números cantan.

Ahora bien, puede que Roca Rey sea el campeón numérico, pero el torero del año, el que ha salido en hombros por la Puerta Grande de Las Ventas y la del Príncipe de Sevilla, además de cuajar faenas de altísimo nivel en otras Plazas de máxima categoría, es un torero francés, de ascendencia española, que regresó a los ruedos en el mes de enero, en la plaza colombiana de Manizales, y acaba de ganar el trofeo Señor de los Milagros en Lima, uno de los reductos taurinos de máxima categoría que permanece activo, y bien activo, al otro lado del inmenso mar: Sebastián Castella.

He de reconocer que esto de las vueltas a los ruedos de toreros idos de él suele venir embolsado en una abundante dosis de reticencia. Por lo general, solemos ser escépticos con los que vuelven. No lo vemos claro. Esto de irse y regresar no tiene buena prensa, ni buena acogida, salvo raras excepciones (Bienvenida, Antoñete….), porque el torero que se retira y se arrepiente al poco tiempo parece que rompe con los dogmas de seriedad que siempre adornaron a los hombres que se visten de luces.

Aquí podría abrir el tarro de la añoranza y evocar la importancia de la coleta de los toreros. De los toreros de antes. El culpable de esta informalidad, ya endémica, la tiene Juan Belmonte, cuando, de sopetón y en trance de arreglase el pelo y afeitarse en la barbería de su predilección, ordenó al popular peluquero madrileño: “Toribio: córtame “eso”, que no sirve para nada”. Y “eso” era el pingajo de pelo trenzado y saliente del cogote por el que siempre se distinguió al torero en la calle, a la “gente de coleta”, en general. De ahí en adelante, la coleta dejó de ser distintivo honorable y emblema sagrado del torero. Cortada la coleta, llegó el postizo… y ya todo fue distinto. Aquello fue el gran precedente de lo que llegaría muchos años después en nuestro país: la facilidad con que la gente que parecía de bien, seria, formal, educada, y trascendente, recibía la carta blanca del “cambio de opinión”, sea cual fuere su nivel de influencia en la vida pública, incluso en el acto más bochornoso que imaginarse pueda; un artificio que puede facilitar –¡fíjense!— incluso una presidencia del gobierno de la nación. En España, ya ven, el “posticismo” ha creado tendencia.

Pero volvamos al asunto nuclear que nos ha traído hasta aquí: el increíble temporadón que se ha marcado Sebastián Castella. Nadie esperaba tanto de este francesito de ojos vivarachos en un inmarcesible rostro aniñado, sin duda el mejor torero francés de todos los tiempos. Es más, estoy por asegurar que ni él mismo podía haber soñado una reaparición tan exitosa, tan redonda, tan impactante, tan indiscutible. De Las Ventas a Acho van cincuenta y tres tardes, si las cuentas no me fallan, y en la inmensa mayoría el triunfo le ha sonreído, a pesar de que no siempre su espada viajó certera.

Ha vuelto el Castella más firme, más clarividente y con más empaque. El que liga las series de pases con increíble facilidad, el que templa más despacito y más ceñido que jamás templara, el que ha vuelto para quedarse un ratito más entre nosotros, y yo, personalmente, se lo agradezco.

En España, los toreros franceses nunca lo tuvieron fácil. Tampoco el arte del toreo es cosa fácil. Aquí llegó un francés que se anunciaba Félix Robert y lucía unos mostachos que para qué les cuento. Hoy, 18 de noviembre, precisamente, se cumplen 119 años que Rafael el Gallo le concedió la alternativa en Valencia. Habría que oír lo que le dijo el Divino Calvo al bigotudo… Pero sí se sabe lo que lo que le escribió un revistero de la época: un torero con bigote/cuando sale a toreá/ni es torero, ni es bigote/ ni chicha ni limoná.

A Sebastián el pelo de barba le sale ralo; pero es un torero con toda la barba. Reconozco que, en esta su inmensa temporada, me ha sorprendido muy gratamente, que se ha superado y redescubierto a sí mismo, que ha demostrado que Francia ha parido uno de los toreos más grandes de cuantos están en activo en este nuevo siglo.

Desde los hermanos Nimeño a Lalo de María (el hijo de la rejoneadora María Sara), con todos los respetos a la abundante pléyade de coletudos del país hermano que están o estuvieron en activo –incluido el citado Félix Robert–, quiero expresar mi más sincera admiración a la nueva versión de este Castella redivivo. Figurón del toreo que, además, como persona, en cierta ocasión me demostró que es un hombre, templado y sincero, que se viste por los pies. Por eso quiero que se siga vistiendo de torero y dándonos grande tardes de toros. ¡Vive la France!

Publicado en República

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