Obispo y Oro: Menos mal que pasamos al ambigú

Por Fernando Fernández Román.

Iba la corrida de mal en peor, con tres toros de Adolfo Martín en el desolladero y el ganadero tragando saliva en el burladero del 2 del callejón. Adolfo, sabe lo que tiene en el campo, pero no lo que esconden los toros en sus entretelas. Las entretelas que cobijan el carácter, que en los toros de lidia no puede ser más desconcertante, incluso para quien los cría con todo el amor del mundo. Basta que tengas fe ciega en una línea del encaste para que, ¡zas!, te salgan aviesos y amoruchados. Adolfo sabía también que, para él y para el prestigio de su hierro, esta corrida era una apuesta de riesgo absoluto. El toro bravo es, sobre todas las cosas y por fortuna, un misterio, pero a veces los misterios se revelan siempre en el mismo sentido. Y la tarde, insisto, no estaba para bromas.

Una tarde veraniega a más no poder que, en lo tocante al resultado artístico, tenía el color de la lombarda, o sea, morado lúgubre. El toro que abrió el festejo, un cinqueño bello de estampa, de cuerna engatillada y bajito de agujas, acudió  con prontitud al caballo de picar, pero le pegaron fuerte y a destiempo. Ello no empece que saliera de este tercio con gestos de mansito y andares de cansino. No obstante, como la casta, proverbial de estos grises semovientes, suele obrar milagros, optamos por la prudencia en el juicio, no sea el demonio que esa casta reclamada propicie el recrecimiento del animal. Quietos, hasta ver. Se vio pronto. Este toro, de nombre Aviador, por lo visto, dejó ese fondo de casta brava en Los Alijares, la finca cacereña de su amo y señor.

De nada valió que Manuel Escribano le caligrafiara dos correctos pares de banderillas en sucesivos cuarteos y otro final, de gran exposición, conocido como “de Calafia” (la ciudad mexicana que lo vio nacer, por obra y gracia del genial Pana), porque su comportamiento en la muleta fue anodino a más no poder. Por tal motivo, la tenacidad de Escribano en sacar pases y pases de atormentante insulsez, motivó que el público se enfadara y sonara un aviso, antes de que el torero derribara al tal Aviador con el misil tierra-aire de su espada. Lo del segundo, fue aún peor. Tenía un año menos que el anterior, se arrancó fuerte y empujó ídem al caballo de picas, pero comenzó a cortar en banderillas y los subalternos de turno pasaron un quinario.

A pesar de ello, Román se empeñó en hacernos vivir una película de miedo que solo podía terminar con el protagonista que vestía de luces en la enfermería. El toro se acostaba escandalosamente por ambos pitones y la cogida “se cantaba” en cada pase de muleta. Bravo el torero; cobarde y traicionero, el toro.  Llegó la cogida, pero la sangre no llegó al río porque Román se mantuvo firme hasta que en la enfermería le curaron de una herida en el glúteo que no le impide continuar en la lidia, pero antes había acabado con el villano agresor de estocada trasera y descabello. Descabellados, también, los pitos al aplauso que saludó torero desde la raya del tercio. El tercero siguió una tónica parecida a la de sus hermanos de hierro, que no de camada, porque también fue cinqueño. Con dos leznas por pitones, se emplazó de salida, acudió con presteza al caballo y tomó dos varas empujando.

Andrés Roca Rey trató de someterlo con la muleta bajándole la mano y empapándolo de trapo, pero el toro acabó parándose en el centro de la suerte, de ahí que Andrés se esforzara en empujarle hacia adelante por el pitón izquierdo en dos tandas de naturales. Y poco más. Mal toro. Malo, malo de verdad. Pinchazo y estocada caída. Fin de la primera parte. Abajo el telón de esta deslucida, complicada y riesgosa media corrida. Como se decía en el intermedio de los teatros de antaño: se ruega, pasen al ambigú.

Al ambigú de antaño ahora le llaman bufé.

Pues bien, el bufé que tenía preparado Adolfo Martín Escudero cambió por completo el panorama de lo que, hasta el momento, era una decepcionante tarde de toros. Para empezar esta segunda parte salió al escenario de Las Ventas un toro de bandera. Español, se llamaba, que no es mal nombre, si es que alguien no se rasga las vestiduras por tal afirmación. Un toro de carnes redondeadas, con musculatura prominente por doquier y dos pitones enormes, acodados hacia arriba, que parecía el auerochs alemán que Julio César llamó urus en sus Comentarios de la guerra de las Galias. Un toro antiguo, no; lo siguiente, como se dice en la jerga pasota de estos tiempos. Pero un toro bravo, encastado, alegre y pronto en sus acometidas, todas ellas de una franquía palmaria y una nobleza excepcional. Escribano tenía ante sí un pergamino ideal para dictar una conferencia magistral sobre el arte de torear.  Lo banderilleó con buen tino y notables facultades físicas, en un par por las afueras y otro por los adentros, para terminar con un quiebro, tomando al estribo de la barrera por asiento previo. No le salió al hombre la jugada, porque los palos cayeron al suelo, pero fue tan inverosímil y brutal el embroque que parte del público se puso en pie. “Oiga, que ha fallado el par”, reconvinieron en mi cercanía a una señora que aplaudía emocionada. “¡Me da igual!”, respondió secamente, con toda la razón del mundo. ¿Quién es nadie para enfriar una espontánea explosión de entusiasmo? La faena de Manuel a este toro puede calificarse de limpia, esforzada y, en algunos pasajes, de apreciable y templado ajuste; pero es que la embestida del toro enamoraba al más pintado, arrancándose de lejos, hocicando en la arena, yendo hasta más allá del trayecto que le señalaba el torero y regresando con una fijeza inconmensurable. Una voz intempestiva, mordaz y cruel gritó desde el tendido: “¡Vaya toro que te estás comiendo!”…, o algo así, lo cual se interpreta como el hecho de tener ante sí un manjar inmerecido y desperdiciado. Así debió entenderlo el torero, que redobló su afán por rizar el rizo y este Español de bien no tuvo más remedio que echárselo a los lomos, metiéndole más de medio pitón en la parte interior del muslo izquierdo. Cornada grande que ocasionó fuerte hemorragia, de la que fue operado en el quirófano de la Plaza. Acabó con el toro Román de tres agresiones con la espada, pero antes, sonaron ¡dos avisos!. ¿A quién se los anotamos? Las circunstancias dolorosas que precedieron al arrastre del bravo adolfo, redujeron el premio a una sonora y unánime ovación. También el público ovacionó en la distancia al torero que estaba siendo desvestido en la enfermería.

Después, apareció en la arena Mentiroso, otro toro guapo y serio, arremangado de cuerna y sobrepasado de peso (607 kilos), pero encastado y bravo. Empujó en dos varas, y aunque cortó por el lado izquierdo en banderillas, tuvo nobleza para regalar. Y se la regaló a Román, que aprovechó el apetitoso plato que le sirvieron en el ambigú de Las Ventas para cuajar una de sus mejores actuaciones en este escenario. Encajado en la arena, valentísimo y pletórico de torería, el diestro valenciano bordó algunas tandas en redondo con la derecha y dos de naturales que fueron ruidosamente jaleadas por el público. Entrando como una vela colocó un espadazo al encuentro del que rodó el toro en un santiamén. Ya había sonado un aviso cuando le entregaron la oreja del bravo toro. Merecida y valiosísima.

Llegados a este punto, nos preguntábamos si el último toro de la tarde mantendría la línea ascendente de los dos anteriores. Así fue, afortunadamente, porque Madroñito no desentonó entre el buen juego de sus colegas anteriores. También embistió a los caballos de picar embravecido, y siguió con fijeza, bravura y nobleza la bamba carmesí de uno de los mejores capoteros del momento, Juan José Domínguez. Esencial el temple de sus muñecas y el juego suave de sus brazos para camelar al toro hacia el camino que debe emprender, que es tarea primordial en la brega del tercio de banderillas. Cuando brindó al público Andrés y ofreció la muleta al toro, ya estaba el adolfo predispuesto para que la faena tomara cuerpo en su planteamiento y vuelo en su desarrollo. Dos tandas por el pitón derecho pusieron la Plaza boca abajo. Al natural el toro se contraía un tanto, pero Roca Rey le obligó a cubrir un recorrido tan largo como curvilíneo.  Fue una faena corta, pero intensa, que rubricó con un pinchazo y estocada en lo alto (algunos quisieron ver tendencias y desvíos que los demás no vimos) y los tendidos se cubrieron de pañuelos. La oreja, pedida con absoluta mayoría no se concedió. ¿Motivos? Hay quien lo achaca a que el presidente estaba mediatizado por el grupo de espectadores que le increpa a voz en grito y pancartea con grandes sábanas, pidiendo su dimisión, su expulsión del palco y qué sé yo cuantas cosas más. Viene siendo el prólogo de la corrida, en sus dos últimas comparecencias en el palco. ¿Por qué tanta virulencia? Al parecer, es culpa de la segunda oreja que concedió a Perera, posibilitándole la salida en hombros por la Puerta Grande. ¿Una oreja culpable de una rebelión permanente y tumultuosa? ¡Señor, cuánta desmesura! 

Desde el respeto al sagrado derecho de la libertad de expresión, pregunto: ¿Hasta cuándo durará esta tabarra? ¿Conseguirán los desairados, ínclitos y pertinaces protestantes sus demandas de aniquilamiento por expulsión del palco del presidente en cuestión? Tal como está el patio político en este momento, cualquier prebenda de este tipo, por descabellada que sea, podría ser atendida…Roca no quiso dar la vuelta al ruedo e hizo bien.

Si de esta forma comenzó la corrida más esperada de la feria de San Isidro de este año de gracia de 2019, acabó con el sabor agridulce del grave percance de Escribano, el triunfo de Román y el “no triunfo” de Roca Rey, si así puede calificarse a la negación de un trofeo mayoritariamente pedido por el público. Lleno de No Hay Billetes, por supuesto. Y el rey emérito don Juan  Carlos, a quien brindaron los matadores (Román le deseó que “disfrutara de su jubilación”, ¡bendita espontaneidad!) junto a la infanta doña Elena entre los asistentes. Por descontado que Adolfo Martín salió del compromiso fortalecido y exultante. Y yo me alegro, pero la cosa no pintaba nada bien.

Menos mal que pasamos al ambigú.

Publicado en República

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