Feria de San Isidro: “Coronel” aguó el fin de fiesta

Por Fernando Fernández Román.

Recién pasadas las ocho de la tarde, el toro Coronel, de Santiago Domecq, colgó de su pitón derecho a Pablo Aguado por el muslo, y, quiérase o no, a la inmensa mayoría del público que llenaba hasta el tejadillo la Plaza de Las Ventas se le cayeron los palos del sombrajo. La Monumental estaba llena porque la llenó el torero sevillano, a qué vamos a engañarnos. Con todo respeto para sus compañeros de cartel –faltaría más–, la caída al suelo de Pablo, con la parte alta del muslo ensangrentada, promovió la decepción precipitada por el maldito infortunio, esa maldita circunstancia que, a veces, acarrea esta Fiesta en el momento menos pensado; o, mejor, en el más inoportuno, si es que hubiera algún momento oportuno para sucesos tan indeseables, que no lo creo.

El toro Coronel salió al ruedo en tercer lugar, luciendo su capa negra y la fina lista de pelo castaño que le cabalgaba sobre el lomo. Como sus dos hermanos de divisa, ya lidiados, correteó por el ruedo antes de tomar el capote de Pablo Aguado, que lanceó con pausada cadencia, aunque en esta ocasión los oles acompañaron a los capotazos con esa inercia que despierta toda premonición, o el íntimo deseo de deslumbramiento que va de bracete con la expectación. Y es que, ayer en Madrid, Aguado representaba eso: la expectación. Y la expectación es mocita facilona, esto es, fácil de camelar. Se fue Coronel al caballo de picas a la velocidad del rayo y peleó bravamente contra el infranqueable peto, antes de que Pablo hiciera un bello y saleroso quite por chicuelinas. Aquí, los oles fueron más contundentes y estuvieron más justificados. Galopó el toro en banderillas y llegó a la muleta pronto y noble, pero sin ese ímpetu necesario que posibilita la ligazón de los pases con el punto de emoción que pone el temperamento a las embestidas de las reses de lidia. La faena fue seguida con el máximo interés, diríase que con devoción, lo cual provocó que el público coreara algunas series de muletazos de fino trazo y lento caminar, si bien la docilidad del cornúpeta atemperaba, a su vez, el entusiasmo. No obstante ahí quedaron doce o catorce escenas de indudable belleza, que solo son patrimonio de los artistas excelsos. No fue una faena cumbre, redonda, definitiva. Desde luego que no. El toro, con su cansino viaje, no lo permitió; pero esos detalles fueron imágenes suficientes para encandilar a la gente que acudió a Las Ventas con las lentillas de Aguado puestas y limpias, como la patena de la comunión cristiana. Tampoco fue una faena larga y porfiona, al estilo de los que no tienen que ofrecer más que su mejor voluntad. Aguado no es un torero voluntarioso, es ya el dueño de la voluntad de quienes van a verle torear, y eso son palabras mayores. Así que esperó a que Coronel juntara las manos y se fue tras la espada recto y sincero, despacio y seguro, como es su toreo, pero pinchó en hueso y Coronel le pinchó a él en el muslo derecho, casi sin querer. En seguida se vio que el torero estaba herido, porque sus compañeros –y él mismo– lo denunciaban con gestos significativos y porque el rosetón de sangre iba ganando espacio en la seda de la taleguilla. Ello no fue óbice para que entrara a matar de nuevo y colocara una estocada en lo alto. Coronel salió muerto del embroque y Pablo Aguado pernidolorido. El toro se resistió a claudicar, pese a estar herido de muerte, y los minutos reglamentarios cayeron inflexibles, por partida doble. No obstante, el torero aguantó en el ruedo hasta que fuera arrastrado el de Santi Domecq, para, de inmediato, recoger una gran ovación mientras se retiraba, por su pie, a la enfermería. Allí le operaron de una grave cornada, con dos trayectorias. Fue entonces cuando la tarde soleada y cálida, esta vez sin viento, se arrugó, frunció el ceño y, para algunos espectadores, echó la persiana. Coronel, les había “aguado” la fiesta; el fin de fiesta de la Feria de San Isidro más larga de su historia.

A partir de ese momento, la corrida quedó dividida en dos mitades: la primera y anterior al suceso relatado, tiene como protagonistas a El Fandi y López Simón, que lidiaron y dieron muerte a dos excelentes toros de Santiago Domceq. Dos toros de muy diferente tipología: el que abrió el festejo, un colorado chorreado en verdugo, grandón, altote y muy armado, con sus 602 kilos y un amplio caudal de bravura y encastada nobleza, y el siguiente un negro salpicado de blancos que era, además de cinqueño, lo que se dice un zapato, por su fina estampa, bajura de cruz, pezuña fina y cornamenta proporcionada. Bravo en todos los tercios, este toro permitió a López Simón dar un montón de pases de muleta, casi todos enhebrados por la codicia del burel, que se comía el trapo en cada serie, pero Simón pareció acabar un tanto amontonado en una faena desigualmente estructurada. Tras abrirle al toro un ojal con el estoque, clavó una estocada entregándose con valor y escuchó un aviso. Antes, El Fandi había pasado su particular calvario en esta Plaza, donde ya hemos comentado, feria tras feria, que solo le falta hacer el paseíllo en burro y emplumado, como los condenados al patíbulo en la España de la Edad Media para adelante. Ni le dejan torear, ni banderillear, ni nada de nada. No he visto Plaza más anfifandista que la de Las Ventas, bien que solo por el sector habitualmente contestatario. ¿Por qué se empeña este torero en acudir a al escenario en que le espera el viacrucis anual? David Fandila es así, explosivo, pirotécnico, espectacular. Un torero como cualquiera de este tipo que han existido en todas las épocas. Sin embargo, Madrid –una parte del público de Madrid–, le aborrece desde que hace el paseíllo. Y no es para tanto. Trató de encontrar empatías en el sardo que se jugó en cuarto lugar, un toro bravo en el caballo que se empleó con fijeza en banderillas, pero con menos celo en la muleta y, sin embargo, la murga antifandista no le dio ninguna opción al torero, y el resto de la Plaza no le hizo ni puñetero caso. David acabó descorazonado y esperó a mejor ocasión en el toro que cerraba la corrida .Entre medias, se lidió el quinto, un castaño feo de estampa y corto de cuello que fue muy encastado, y por ende, presentó las dificultades propias de este “detalle”. Tampoco en este toro López Simón consiguió remontar, rematando su labor anodina de pinchazo y estocada. Y salió el sexto…

Era el toro que entró en el lote de Pablo Aguado que, en esos momentos estaba siendo intervenido en el quirófano de la enfermería. Un toro de otra época por su hechura aleonada, sus defensas cornidelanteras y, sobre todo, su comportamiento en los dos primeros tercios de la lidia. Hasta tres veces se fue raudo, alegre y poderoso hacia el caballo que montaba Manuel Bernal. La primera, pera recibir una buena vara, la segunda para propinar un monumental talegazo al piquero, que salió catapultado de la silla de montar y se estrelló violentamente contra el suelo, y, la tercera, para arrancarse desde gran distancia y protagonizar una pelea a brazo partido contra la mole infranqueable que le detenía, mientras Bernal le colocaba el puyazo de la feria. Después, El Fandi (a quien correspondía intervenir en el puesto del herido) dio “su” espectáculo en banderillas, durante el cual ofreció variedad, tino y más ajuste del habitual, pero las protestas no cesaron. Como sería la repulsa que cuando el torero rogó al presidente que le permitiera colocar un cuarto par, y le fue concedido el deseo, un grupo se manifestó en contra, en claro gesto de hartura hacia la forma que El Fandi tiene de poner los palos y, por supuesto, de torear. Colocó ese cuarto par el torero granadino y se fue muleta en mano a rematar la faena; se echó de rodillas, como en el toro anterior, y pronto se comprobó que el animal estaba ya para el arrastre. Había soportado un tercio de varas demoledor (recuérdese: tres veces de entrega absoluta y fuerte castigo) y otro de banderillas (cuatro pares, con sus consiguientes regates y recortes) fatigante a más no poder. Así que llegó a la muleta de Fandi hecho cisco. Desangrado y moribundo. ¿Qué toro no se hubiera rendido ante tesitura tan lacerante?

Defínanse qué prefieren: ¿un toro que acude tres veces al caballo de picar, arrancándose de largo y peleando hasta la extenuación y que recibe después un palizón en el tercio de banderillas o un toro que se le dosifica el castigo en esos tercios, dentro de unos márgenes razonables, para que llegue a la faena de muleta con el brío y empuje necesario para posibilitar el arte del toreo?

Habrá quien asegure: Si es El Fandi el torero, lo primero, naturalmente. Ya, pero ¿y si el torero, por lógica de orden de lidia, hubiera sido Pablo Aguado? ¿Cómo se puede desbaratar –quemar, se diría en términos camperos de tienta– a un toro bravísimo en el caballo de picar, dejándolo inútil –inválido, en términos “puristas”– para el tercio final?

El caso cierto es que este toro, de nombre Zahareño, fue espectacular en los primeros tercios, pero llegó hecho un guiñapo a la muleta de El Fandi, y este hubo de despacharlo de dos pinchazos y una estocada “a toro parado”, naturalmente. Para entonces, la suerte ya se había echado y salió cruz. Qué pena de toro y qué extraño el resultado artístico de una tarde en la que se lidió una brava y encastada corrida de Santiago Domecq. De domecq, repito.

Publicado en República

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