Obispo y Oro: El arte de picar, se ha muerto un poco

Por Fernando Fernández Román.

El arte de picar los toros de lidia tiene su por qué. Como todas las artes; solo que, en esta ocasión, ese por qué implica en su consumación el difícil alambicado de dos fuerzas tan dispares como la cegazón de una brutalidad desatada –la embestida de un toro bravo, con su temible poder en estado de virginidad—y la feble tenacidad del brazo humano, fijada sobre la redondez alabeada de un palo de madera. Dejen que se produzca el encuentro de tan desigual planteamiento, con dos vectores claramente descabalados en su magnitud, y esperen un poco, porque la resultante del sistema puede determinar la asombrosa aparición de la belleza. Asombrosa, digo, y quizá debiera decir infrecuente, por extremadamente enredosa, dada la variedad de factores que intervienen en la elaboración de tan feliz alumbramiento y, además, en un instante de suprema fugacidad, a saber: el impacto tremendo del testuz encornado que acumula un enorme caudal de furia en estado de incontinencia, la astucia y el valor oculto de un caballo de enguatada anatomía, que juega a la gallinita ciega en el cuarto-oscuro de una parcela enarenada, y el ente de razón que le da órdenes a golpe de rodilla y giro de muñeca, desde el pedestal ensillado de su lomo, esto es, el hombre que ha de mostrar, a la vez, serena destreza y pasmosa clarividencia. Si por raro acaso esta trilogía de tan desiguales peculiaridades hallara una perfecta conjunción entre ellas, el arte de picar hallaría también el por qué del honor que tan raramente se le otorga.

Deliberadamente, he querido hacer un breve hueco para hacer público un comentario acerca de la noticia que ha sorprendido a varios sectores de este también sorprendente mundo de los toros: ha muerto Ánderson Murillo, y, por tanto, el arte de picar toros de lidia ha perdido uno de sus más preclaros valedores. Ha muerto el pasado sábado, pero he preferido lamentar en silencio tan funesta evidencia, porque por mucho que la inevitable desgracia estuviera anunciada con heladora antelación, las emociones en caliente suelen encarrilar los obituarios hacia un elogio póstumo sin tiempo para la reflexión, tan necesaria siempre en todos los órdenes de la vida, pero más aún cuando se presenta el hecho cierto de la muerte; y porque creo, sinceramente, que el dolor que se instala en un apenamiento profundo no entiende de literatura.

Pasado ese tiempo que estimo prudencial, lo diré abiertamente: Ánderson era mi amigo. Un buen amigo. El único picador –el único, repito– con el que mantenía frecuentes contactos, con quien hablaba de toros a calzón quitado, calzona, en su caso. Le conocí cuando César Rincón pegó en Madrid el zambomazo del 91, y me ganó su bonhomía, a más de su innata capacidad para practicar una de las suertes más añejas y difíciles de la Tauromaquia. Le admiré en el ruedo y en la calle. En España y en Colombia. Y le llevo echando de menos todos estos últimos meses que cabalgan –inútil ya el peto protector de la farmacopea– entre el año 18 y el 19 del presente siglo, cuando su implacable dolencia le iba quitando, poco a poco, la vida. Nuestra común amiga Karen Zúñiga está desolada. Ella, tan sensible a este tipo de acontecimientos, no se lo puede quitar de la cabeza; pero puede estar bien tranquila, porque la buena gente no se guarda en el cerebro, sino en el corazón.

He leído las referencias que la prensa taurina hace de su trayectoria profesional por los ruedos del mundo, centrándose, cómo no, en aquella tarde del toro de Victorino en Madrid, en las postrimerías de la feria de San Isidro del 2001, en la que protagonizó un tercio de varas memorable actuando a las órdenes de Luis Francisco Esplá, con el que dio una vuelta al ruedo tan insólita como apoteósica. Indudablemente, fue un hito inolvidable, aunque otros picadores de talla reconocida también protagonizaron un hecho parecido –por ejemplo, Aldenado, con Luis Miguel en Barcelona, en 1946, con un toro del duque de Tovar—, por méritos indiscutibles; pero Ánderson fue mucho más, porque daba gloria verle en el ruedo, manejar la rienda, echar el palo y clavar la puya en el morillo del toro y porque daba gloria ver cómo, ya en la calle, echaba su puñadito de sabiduría a la plática taurina y clavaba en lo alto sus certeros comentarios, principalmente cuando se derivaban hacia el primer tercio de la lidia.

He visto en acción a grandes picadores. En España, tiempo atrás, a los García de Salamanca, al Barroso jerezano y a los más cualificados representantes de familias de pica en ristre, como los Quinta, los Muñoz o los Atienza. De todos ellos, aún tenemos magníficos descendientes en la actualidad, además de jóvenes como Bernal, Sandoval, Núñez o Iturralde, entre otros. Todos ellos son citados a botepronto, a sabiendas de que se me han perdido, involuntariamente, entre el teclado, algunos de los buenos picadores de nueva generación. Fuera de España, también queda registrado en la reciente historia del toreo el estilo charreado, tan preciso como espectacular, del mexicano Efrén Acosta, el “loco” de Juárez, que volvió locos a los aficionados españoles un año antes de que Ánderson Murillo volviera del revés a la Plaza de Las Ventas, la tarde referida con Esplá. Y poco más.

Por tanto, creo que a los aficionados a los toros se les ha ido uno de los grandes, y al firmante uno de sus grandes amigos, espigado a conciencia entre la barahúnda amorfa que pulula por este “planeta” cabañabatesco, a veces tan canibalizado. Con Ánderson ya fuera de los ruedos y de este mundo sentiré, como sentimiento más profundo, la ausencia del habitual abrazo fraternal y sincero, y ese “¡qué pasa, fenómeno!” con que solía principiar nuestros encuentros, subrayados por la blanca sonrisa que se encajaba en su rostro cetrino de indio rocoso y noble. Fenómeno, tú, que supiste ganarte el cariño de quienes te conocimos de cerca y la admiración de quienes te vieron más de lejos, en acción bajo el ala redonda del castoreño, poniendo una pica colombiana en el ruedo ibérico, que es como una bandera de tu país querido en el solar patrio. Aquí la dejas, hermano. Pero siento igualmente que, de alguna manera, dejas un vacío en la práctica de una de las suertes más hermosas de la lidia. Con tu definitiva ausencia, el arte de picar toros también se ha muerto un poco.

Publicado en Obispo y Oro

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