Iván dejó un gran legado después de su penoso deceso.
Amigos aficionados…
Recuerdo una frase de Iván Fandiño a un par de días de presentarse en la Plaza Mérida. “Es que no tienes idea lo que ha costado ser torero y llegar hasta aquí”.
Tal vez nadie haya tenido una idea concreta de lo que a Iván le costó llegar hasta donde pudo, como a todos les cuesta trabajo alcanzar metas en un mundo donde hay trabas y las tienes que sortear si quieres colocarte en algún sitio de la vida.
A Fandiño lo mató un toro en una placita de Francia cuando mejor estaba toreando, cuando su lucha contra el imperio en que se había convertido la primera línea de matadores (las figuras que quitan y ponen toreros en los carteles y quieren llevarse a la bolsa contratos para torear y también los de las televisiones y cosas así).
La charla telefónica de aquella vez que iba a torear en Mérida me dejó sorprendido por la dureza de sus expresiones. No duro por ser una persona de mal hablar o conducta inapropiada. Me refiero al término porque resultaba mucho más que contundente. Duro en cada palabra. De la dureza que se siente cuando se sufre para ganar cada bocado.
Fandiño está muerto desde 2017, pero quizá más desde esa fecha se ha construido un legado a partir de su partida, y eso especialmente porque fue un torero que nunca se dejó nada ni en la arena toreando ni en la forma de expresar su sentimiento, en vida personal y delante de sus enemigos.
Eso, consideró, es algo que debe valorarse siempre en todos los ámbitos de la vida. Más, si se es torero, pues es un mundo tan complejo, tan lleno de vanidades, de competencias, y que, en un descuido, puede acabarse todo. Así de fácil: se esfuma porque ante los toros cualquier parpadeo cuesta la vida.
La tarde en que el torero de Orduña se presentó en la Plaza Mérida, en diciembre de 2013, llegó apenas justo el domingo de corrida. Si mal no recuerdo tenía un festejo en sábado en Tlaxcala o Texcoco. Vistió un terno en tono lila, uno de sus favoritos
Levemente alcanzó a decir unas cuantas palabras antes de ponerse en un apartado donde estaba solo ante sí, meditando previo a liarse el capote de paseo.
Debo decir que, de acuerdo con mi forma de ver el toreo, a Fandiño le vi estructurar una de las faenas con la mano derecha más exquisitas que recuerde (muchos aficionados han compartido esa opinión). Lloviznaba aquella muy fría tarde y su toreo calentó a la Plaza Mérida como pocas veces se ha hecho, al menos, dentro de mi concepto de ver las corridas de toros.
De salida, un “espero volver algún día y no solo torear así, porque no puedes fallar con el acero si toreas tan a gusto”. Y algo igual sacudió mi entusiasmo días después en una entrevista en la televisión, donde dijo que “tienes que salir a jugarte la vida en cada instante. O esto no vale nada”.
El 17 de junio de 2017 se jugó la vida en Aire-sur-l’Adour y la perdió. Estamos a unos días del tercer aniversario de su deceso y, siendo sensatos, hoy en día la vida del matador que pudo ser un gran exponente en frontón (fue en su juventud un extraordinario pelotari) pero que decidió por irse ante la cara del toro, es más vista y valorada que cuando pujaba por meterse entre la primera línea, aquella a la que hizo ruido estando abajito, defendiendo lo suyo siempre.
Las lecciones más grandes que dejan los seres humanos es su lucha y decencia. Los que pican piedra, los que sacrifican. En los toros, y en muchas otras aristas de la vida, hay y habrá toreros y personas que lo tienen todo, a los que cacarean más y los hacen figuras o grandes sin haberse metido a las entrañas de los sacrificios.
Cuando murió meses antes su amigo Víctor Barrio, también por una cornada en la flor de su carrera, Fandiño le brindó a su padre una faena, diciéndole, entre otras palabras, que “tu hijo ha dignificado nuestra profesión y gracias a él nosotros nos podemos sentir orgullosos y defendidos en el mundo”. La muerte de Fandiño también la ha dignificado. Lo hizo en vida, luchando, y ya fallecido, con su legado.— Gaspar Silveira
Publicado en Diario de Yucatán