Obispo y Oro: El poder de la belleza Por Fernando Fernández Román.

Había ganas de toros, ayer en Valladolid. Ambientazo. A eso de las siete de la tarde –una hora antes de la fijada para el comienzo de la corrida–, el paseo de Zorrilla era un hervidero de aficionados, con las terrazas de los bares colmadas de gentes del lugar, de su periferia y de más allá de su configuración geográfica. Como en los viejos, y buenos, tiempos. Qué gozada de reencuentro con los prolegómenos de una fiesta de los toros en esta ciudad, taurina donde las haya, a pesar de la pacatez de la primera autoridad municipal, que tomó como primera decisión en su mandato cerrar el museo taurino y su título honorífico de “taurina”, por mor de la cerrilidad “podemita” que le sostenía en el poder con el alfilerazo de sus votos. Valladolid, Ciudad Taurina, claro que sí. Ayer quedó bien clara la cuestión, con la bulliciosa presencia de la multitud que se acercó a su venerable coso, atraída por los nombres de tres artistas que tienen por patrimonio principal la capacidad de crear belleza frente al riesgo, que es la más sublime de las bellezas. Ese fue el principal mensaje que ofrecía el cartel de la primera corrida aplazada de la miniferia de San Pedro Regalado. Se agotó el billetaje del aforo permitido. Pena de pandemia. Se hubieran agotado también las localidades restantes que quedaron “dormidas” para mejor ocasión. Después del varapalo de Vistalegre, bien merece esta recompensa parcial la empresa Matilla.

La corrida de Victoriano del Río, cuatreña, excepto el que rompió Plaza, se vio pareja en los corrales, fina y bonita de hechuras, bien armada. Después, en el ruedo, desarrolló la variedad de comportamiento que encierra la bravura. Los hubo bravos y nobles, pero algo flojos, como los dos primeros, de incierto viaje, como el tercero o bronco y agresivo, como el quinto, bonancible el del cuarto y áspero y malandrín el potente que cerró el festejo. Con este material bovino, los toreros estaban obligados a moldear una obra de arte y lo lograron, cada cual en la medida de sus posibilidades.

Morante bordó el toreo a la verónica en el cinqueño pasado que de salida voló sobre la contera de la barrera y casi se lleva por delante al compañero fotógrafo que afinaba el ojo sobre el visor de la cámara desde el callejón. Voló también el capote del de la Puebla del Río en las verónicas que atemperaron las iniciáticas brusquedades del morito y la belleza del toreo de capa resplandeció al sol tardío de Valladolid, tanto en los lances arrebujados y ceñidos como en los dibujados a pies juntos, lentos y bellos. El compañero gráfico pudo entonces captar –después del susto—una colección de estampas para recreo de la vista. El toro, ciertamente, flojeó en los tercios siguientes, pero el torero administró bien el recorrido del de Victoriano, logrando pasajes de muleta que arrancaron clamores en el tendido. Si no llega a pinchar dos veces antes de la estocada se lleva premio, pero la ovación fue larga y cerrada. Mejor aún en el cuarto, con más fondo que el susodicho, al que bordó unos “mandiles”–como dicen en México a los delantales– y un garboso y ceñido “moranteo” por inimitables chicuelinas. La faena fue larga y variada, desde el torerísimo comienzo rodilla en tierra, hasta las series en redondo sobre ambas manos, liándose el toro a la cintura y rematando por arriba y por abajo con desbordante torería. El pinchazo hondo y el golpe de verduguillo redujeron el premio a una oreja. La casquería poco importa en la tabla de la carne, cuando el conjunto del producto es de primera calidad.

Calidad suprema también la de José María Manzanares, que toreó ampuloso y empacado de capa al mejor toro de la corrida, que también amagó flojedad en el comienzo de su lidia. Manzanares lo entendió a la perfección, y su faena, templada y ligada, alcanzó un elevado punto emocional en el público, por la perfecta comunión que alcanzaron toro y torero. La estocada, cobrada en la suerte de recibir, tiró al toro sin puntilla y las dos orejas parecieron impepinables. Perdón, hubo un tipo en el tendido 1 al que el premio le pareció un atropello: el tonto de guardia de cada tarde. El mismo que, supongo, no acertaría a calibrar el peligro que desarrolló el quinto, con el hierro de Toros de Cortés, un toro rabiosillo buscón que parecía querer echarse a los lomos al torero en cada pase; pero el torero mostro su faceta de lidiador asentado y valeroso y jamás descompuso la figura ante cerrilidad del bóvido, al que esta vez tiró patas arriba en la suerte del volapié. Oreja al esportón. El valor expuesto con compostura y la impecabilidad de la suerte suprema también tienen premio.

El mismo premio –oreja—demandó el público para Pablo Aguado tras la lidia del tercero de la tarde, al que toreó parsimonioso de capa y llevó al caballo de picar con un vistoso galleo por chicuelinas. Tomó el toro un gran puyazo, pero llegó a la muleta protestando a la salida de las suertes. Es el detalle puntual que a veces muestran los toros bravos: el genio. No se descompuso, empero, el diestro sevillano, logrando algunos pasajes de impecable trazo y estético remate. Toro nada fácil de torear, al que Aguado llevó con serenidad y buenas formas. Además, lo mató bien y por arriba. Peor fue el sexto, un toro enterizo y rabilargo, musculado y agresivo, que tomó dos varas empujando de lo lindo y protagonizó un tercio de banderillas angustioso, volteando por dos veces a Manzanares cuando salió a cortar la salida apurada del par que intentaba colocar Pascual Mellinas. Dos volteretones tremendos se llevó José María, al que el toro trató como un guiñapo, tirándolo hacia las alturas sin contemplaciones, pero afortunadamente sin apreciables consecuencias. Iván García arponó dos valerosos pares de banderillas y Pablo Aguado le plantó cara como buenamente pudo, aplicando el lenitivo que nos enseñaba el catecismo del Padre Astete: contra soberbia, humildad. En este caso, contra violencia, sutileza. Así lo pasó de muleta el joven torero sevillano, que cada vez torea con más acento pepeluisista y tiene en Valladolid un altísimo cartel. Una media estocada efectiva terminó con la corrida y con una tarde toros que invita al optimismo. El poder de la belleza que ofrece un cartel como el de ayer es indiscutible. ¡Hay afición! ¿No ha de haberla?

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