Crónica: Un viaje a Pozoblanco.

El puerto del Calatraveño -la inquietante escultura de Aurelio Teno marca la frontera exacta- enseña la inmensidad del Valle de los Pedroches. Pozoblanco es la moderna capital de esta tierra, cercada de sierras y marcada por unas reconocibles claves de identidad. Celebra su feria septembrina en torno a la onomástica de la Virgen de las Mercedes y la fiesta se palpa en las calles -el otoño estrenado se antoja una primavera regalada- desde las primeras horas del día, con una alegría contagiosa.

La carretera es hoy cómoda y más o menos directa. Pero el recuerdo vuela y sobrecoge. También es inevitable. Hace casi cuarenta años, al borde del crepúsculo, descendía ese mismo camino -con otra carretera, otros coches y otros medios- una trágica y veloz comitiva en torno a una tosca ambulancia. Conducía a un hombre moribundo que iba a expirar a las puertas de Córdoba. La radio -a falta de las modernas redes sociales- no tardó en dar la noticia mientras los alrededores del viejo Hospital Militar se colmaban de un inmenso gentío.

A Paquirri lo había matado un toro… Las imágenes de Antonio Salmoral, que había acudido al coso pozoalbense casi por casualidad acompañando al informador Pepe Toscano, sacudieron el país como un hondo mazazo. Francisco Rivera enseñaba a través de aquellas imágenes cómo mueren los hombres. Todo el mundo sabía dónde estaba o qué hacía en aquella fecha infausta que también marcó el final de una larga transición taurina -agitada por una influyente prensa, pretendidamente integrista- que había comenzado con el ocaso de las grandes estrellas de la década prodigiosa y el estreno del llamado toro del guarismo.

La muerte de Paquirri desbarató toda aquella demagogia. Enseñó que en un ruedo se puede morir de verdad y marcó, paradójicamente, el inicio de un tremendo auge taurino marcado por la ley de Espartaco. La feria taurina de Pozoblanco conoció años de apogeo sin desprenderse del aura del héroe caído. Su bizarro coso fue recrecido, modernizado y ornamentado con una hermosa arquería. Ya no queda ni rastro de aquella humilde enfermería que también marcó la vida del doctor Elíseo Morán, recentísimamente fallecido.

Rafael Torres, el finísimo torero sevillano que fue figura como hombre de plata, recuerda nítidamente la zozobra vivida en aquel humilde cuarto de curas. Él se había llevado con su capote a ‘Avispado’, el toro de Sayalero y Bandrés que inmortalizó a Paquirri, consternado por el impresionante chorro de sangre que había empapado el pitón y hasta la oreja del animal. Ayer volvía a pisar el mismo ruedo, a tocar las mismas tablas… El recuerdo volaba a través de cuatro décadas. Rafael se había convertido en amigo, consejero y pigmalión taurino de una joven novillera cordobesa que se había marchado al Aljarafe sevillano persiguiendo su propio sueño.

En Sevilla recuerdan nítidamente la faena reveladora, la mejor de aquel verano, dictada con uno de los erales de ciclo de noveles. El caso es que nunca llegó a volver con picadores… Pero ayer era el día y la hora. Vestida de merino y oro, con su cabellera rubia recogida en un airoso moñete, iba a recibir los trastos de torear de manos de José María Manzanares y en presencia de Roca Rey. A plaza llena. El sueño estaba conseguido pero había que rubricarlo delante del toro, seguramente el más bonancible del desigual envío de El Pilar: fue una faena animosa y entregada; la ilusión pudo siempre más que los nervios o la inexperiencia y se contagió al público que prácticamente llenaba los tendidos de una plaza a la que ha tomado perfectamente el pulso Antonio Tejero.

El animal se tragó el medio espadazo y cayó la primera oreja, que paseó con una felicidad compartida. Iba a cortar otra, la que le franqueaba la puerta grande del coso de Los Llanos, gracias a su indeclinable entrega, materializada desde la larga en el tercio con la que comenzó su labor hasta los muletazos finales de una faena que redondeaba el colofón de ese sueño. A veces se cumplen, enhorabuena.

El padrino y el testigo de la ceremonia no habían venido a pasearse. Manzanares -que ejerció el padrinazgo con afecto de buen compañero, siempre pendiente de la nueva matadora- se mostró fresco, lúcido y profesoral en sendas faenas, de similar corte, que también sirvieron de certificado de una necesaria y esperada recuperación artística y profesional. Roca, por su parte, vino dispuesto a blandir el cetro ante dos toros de distinta condición en los que enseñó los galones. Su primero, que llegó a echarle mano, fue una verdadera prueba de capacidad que rindió al público. Con el bonancible quinto tiró de todo su repertorio y formó otro lío. Los tres se marcharon a hombros. Y la gente estaba encantada. Pues de eso se trataba…

Ficha del festejo

Ganado: Se lidiaron seis toros de El Pilar sustituyendo a los previstos de Daniel Ruiz. Destacó por su noble juego el primero dentro de un conjunto dispar en presentación y comportamiento.

Matadores: José María Manzanares, de corinto y oro, oreja en ambos

Andrés Roca Rey, de geranio y oro con sedas de colores, oreja y oreja tras aviso

Rocío Romero, de merino y oro, oreja tras aviso y oreja.

Incidencias: la plaza registró un lleno aparente en tarde muy agradable. Se guardó un minuto de silencio en memoria de Francisco Rivera ‘Paquirri’ tras el que se interpretó la Marcha Real.

Por Álvaro R. del Moral – El Correo de Andalucía

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