La sociedad igualitaria y el torero

Por JOSÉ MANUEL MACARRO.

Vi al torero ir andando hacia la plaza. Seda verde bordada con oro y capote rosa doblado con esmero sobre el brazo. Detrás dos banderilleros, sedas encajadas en plata. Todos con zapatillas de negro reluciente y las negras monteras en las manos prestas a calarse en las cabezas pulcramente peinadas. En la plaza el paseíllo lo abren sin prisa dos ceremoniosos alguacilillos con plumas en sus sombreros. Los toreros, jerárquicamente ordenados con los matadores a la cabeza, los siguen en una explosión de luz sobre la tierra amarilla. Una música alegre acompaña la ceremonia. Lujo en el vestir, armonía en los colores, ceremonia reglada, manifestación de preeminencia en el orden de los toreros. Valores a contracorriente en gran parte de nuestra sociedad, donde la belleza en el vestir ha sido desplazada por el desaliño, y hasta por la estética de lo feo. Si aquélla exige esfuerzo para elegir y armonizar, la del desaliño nos lo dispensa. Concluyente manera de evitar que alguien destaque al sumirnos en un molde que, en una sociedad opulenta, nos va disfrazando de pobres. Y luego la ceremonia que refleja jerarquías. Todo lo que esa parte de la sociedad intenta ocultar mediante la abolición de cualquier regla, pues si las diferencias existen, al menos aparentemos que no es así, velándolas bajo las maneras niveladoras.

Por eso los representantes políticos surgidos del igualitarismo han ido al Congreso vestidos como muy pocos iríamos a la boda de un amigo -y menos a una entrevista de trabajo-, para ir rebajando mediante la informalidad el respeto que debemos a la institución que nos representa. Si en ella reside la soberanía, justo es que le mostremos el respeto que nosotros mismos, como nación, nos debemos. Y cuando esos mismos representantes han ido a ver al Rey, uno tuteándolo, otro con la mano en el bolsillo, y todos con el mismo pedestre uniforme, estaban anunciando la disolución de cualquier jerarquía. ¿Triunfo de la democracia, entonces? No. Triunfo de la pulsión igualitaria que amenaza a la sociedad democrática, al pretender ir anulando lo mejor que el esfuerzo del hombre ha ido conquistando con la libertad; la que, rotas las ataduras individuales y sociales heredadas, nos ha permitido ordenar la vida con nuevas formas que reconozcan la excelencia de cada hombre en una sociedad libre, y, por tanto, su preeminencia. En esa pulsión anida la falta de esfuerzo, el desprecio por destacar, por ser mejores, por elevarnos sobre la incultura. Cuando Pablo Iglesias mostró que desconocía el título de una obra clave de Kant, cuando se formó un batiburrillo con el nombre de una de las grandes auditoras, y cuando creyó que en Andalucía había habido un referendo de autodeterminación, mi sorpresa no radicó en medir su ignorancia, sino en que al público, a los presentadores de moda en las televisiones y a millones de electores les dio lo mismo. Entonces recordé la faena que el torero al que aludí había realizado en la Maestranza. Si éste no hubiera sabido qué es una verónica, qué un natural o un trincherazo, los aficionados lo habrían retirado del toreo entre abucheos. A Iglesias no le ha sucedido nada similar. Claro que en el público de los toros hay todavía un reducto de aficionados que entiende lo que ve. Además, ante el toro no caben alharacas de un plató televisivo, ni un burladero igualitario en que refugiarse, porque el animal no entiende de excusas sociales que oculten el desconocimiento. Y además, coge al ignorante.

Al terminar la corrida, los aficionados traían a hombros al torero. Estampa del pasado. De un pasado que me habló de la victoria de la cultura del esfuerzo, de la excelencia, en la que un hombre, al triunfar en su soledad frente a un toro, fue capaz de emocionarse y emocionarnos al hacer algo que los demás somos incapaces de hacer. Y más allá de que a uno le gusten o no los toros, al oír el crujir de los aplausos en honor de un hombre elevado por encima de la nivelación sólo por su capacidad, me reconcilié con la igualdad democrática, la que establece una única jerarquía: la de la excelencia expresada en normas que la reconocen y la realzan. Olvidando tuteos reales, camisas arremangadas y manos en los bolsillos, sumé mis palmas a un torero vestido de verde hoja y oro, que acababa de confirmar que aún vive un mundo que se resiste a diluirse en la ramplonería.
Fuente: diariodesevilla.es

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