Defensa hipócrita

Por Gerardo Hernández González.

La tauromaquia es una de las fiestas más bellas e inspiradoras. Sus raíces se hunden en la prehistoria y en sus ramas milenarias anidan el arte y el valor. Desde niño he sido aficionado. Para asistir a la Plaza de Toros de Torreón, construida a principios de la década de los 30 del siglo pasado por Cesáreo Lumbreras, ahorraba mis domingos. Con el paso del tiempo disfruté desde sus gradas y tendidos faenas memorables de figuras de la época [Manolo Martínez, Eloy Cavazos, los Armillita (hijos del Maestro de Saltillo), David Silveti, Mariano Ramos, Manolo Arruza hijo, Curro Rivera, Antonio Lomelí] y de leyendas en cierne (Julián López Escobar, el Juli, Valente Arellano...), algunas de ellas malogradas como Aurelio Mora, el Yeyo.

«En las corridas se reúne todo: color, alegría, tragedia, valentía, ingenio, brutalidad, energía y fuerza, gracia, emoción… Es el espectáculo más completo. Yo no podré pasar sin corridas de toros». (Charles Chaplin)

Quienes acudimos a las plazas —niños, jóvenes, adultos; hombres y mujeres—lo hacemos en ejercicio de nuestra libertad, con gusto y respeto, lo cual a nadie ofende. Las corridas no son, como mañosamente se trata de hacer creer, una carnicería; esa función la cumplen los mataderos —los hay incluso clandestinos— cuya crueldad no es objeto de atención, y mucho menos se denuncia, pues no gana reflectores. Las corridas son una fiesta familiar, un rito de hombres y reses cuya vocación es esa: vencer o morir. Si el caso es equiparar la vida animal con la humana, en México es infinitamente mayor el número de personas víctimas de la violencia que el de toros en las plazas. ¿Quién repara en el ganado que se sirve en las mesas de millones de mexicanos? El consumo per cápita de carne de bovino en nuestro país es de 15.4 kilos (el sexto a escala mundial), equivalente a 1.87 millones de toneladas. (Congreso Nacional de carne 2017 y Consejo Mexicano de la Carne) Por su hábitat y cuidado, las reses bravas aportan nutrientes más saludables; otros llegan a las mesas contaminados por químicos o proceden de animales enfermos. Un tipo de corrupción —pública y privada— de la cual nadie se ocupa.

«El que no quiera ir a los toros, que no vaya. (…) Pero que no hablen de ecología ni de amor a los animales, porque no conozco a nadie que los amé más que los ganaderos y los toreros. Si yo fuera animal, me gustaría ser toro de lidia: a ninguno se lo respeta más. Ninguno está mejor tratado”. (…) Soy cantante por cobardía, yo quería ser torero». (Joaquín Sabina)

Centrar el debate en los toros e ignorar la vida de los diestros es un juego hipócrita. Consiste en una supuesta defensa de los astados —innecesaria, ellos se defienden solos—, los cuales no pueden esgrimir sus argumentos, pues de hacerlo serían los primeros en oponerse a los san Antonios que en su nombre desean condenarlos a la extinción. De los toreros no se habla porque ellos sí pueden rebatir a los antitaurinos. La fiesta es arteramente atacada por quienes no la entienden y por políticos cobardes que en las plazas aplauden y se pavonean, pero en sus despachos y en los congresos urden tramas para prohibirla y desaparecerla. Gobernadores enfermos de poder ha habido, incluso, que la satanizan por venganza, pero antes viajaban a España para gozarla.

«Solo cuando el hombre haya superado a la muerte y lo imprevisible no exista, morirá la fiesta de los toros y se perderá en el reino de la utopía; y el dios mitológico encarnado en el toro de lidia, derramará vanamente su sangre en la alcantarilla de un lúgubre matadero de reses». (Jaques Cousteau)

Publicado en SDP

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