Obispo y Oro: Tres gatos, dos lebreles y una liebre Por Fernando Fernández Román.

Hay cosas que encocoran, que ponen de mala leche al personal, sin que el personal tenga nada que ver en el asunto. El personal es, por ejemplo, aquél conjunto de individuos que se congrega en una plaza de toros al reclamo de un espectáculo anunciado como corrida y que suele tener por principales protagonistas a tres toreros y seis toros; verbigracia, el anunciado para ayer en Valladolid, como remate a la pequeña feria taurina en honor a San Pedro Regalado. Ya tenemos, pues, la oferta, el producto susceptible de consumir por el personal que pasa por taquilla. Ya tenemos los graderíos cubiertos aproximadamente en las tres cuartas parte del aforo por ese personal que espera que el viento amaine, que Morante se inspire y que le den cumplida réplica Roca Rey y Tomás Rufo. Y ahí los tenemos, a los tres, lujosamente ataviados de luces, a la espera de que se consuma el minuto de silencio en memoria, supongo, de Clemente Castro, Luguillano Grande, fundador de la popular dinastía de toreros surgida en el pueblo de Mojados y fallecido hace unos días. Y después, el ya tradicional himno nacional, que cada vez se escucha con mayor fervor en esta parte de las Españas. Todo listo. Que salga el toro.

¿El toro?, lo que salió por la puerta de chiqueros era un boceto de toro de lidia, no un ejemplar de la raza brava para lidiarse en el ruedo de una Plaza de capital de provincia, de las que tienen dos gradas de palcos y tuvo tranvías por el casco urbano, además de Gobernador Civil. Es decir, una Plaza respetable y respetada, donde han actuado los más grandes toreros de la historia durante dos siglos y pico. Por consiguiente, el toro que debe aparecer en su ruedo ha de poseer la lógica entidad corporal para ser considerado como tal: una apariencia de seriedad, que es lo mínimo que se le puede pedir; pero aquello que iba haciendo acto de presencia en la arena arcillosa de este venerable coso eran unos cornúpetas minimalistas, en el sentido más restrictivo del término. Para entendernos, lo que en la jerga taurina se conoce como “una gatada”. Veías a Morante frente a uno de estos animalitos –eso sí, encima, geniudos y respondones—y te daba cosa el contraste. Se veía la estampa de una figura cumbre de nuestra tauromaquia, frente a un proyecto de toro de lidia, cortito de todo, desde la cuerna hasta las cerdas del rabo. Parecía el coloso de Rodas frente a un novillejo que iba a salir en Valdestillas ayer tarde, en la novillada sin picadores. O a Roca Rey imponiendo su poderío donde no había ni poder ni resistencia física aparentes. O al joven Tomás Rufo haciendo alardes de riesgos terribles –que, llegado el caso, pueden aparecer por accidente–, donde solo parecía anunciar, como mucho el revolcón o la voltereta. Uno, dos, tres… iban siendo lidiados, muertos y arrastrados estos animales, pobres de espíritu y de carnes, y a servidor le entraba un cabreo de mil diablos, máxime cuando le llegan noticias de que, en Madrid, a Ginés Marín le había pegado un “tabaco” monumental un toro con toda la barba. Que no digo yo que los toros criados por la casa Matilla y enviados a la Plaza que regenta no puedan causar cualquier desgracia o daños irreparables; pero habrá que convenir que el ganado era, hasta ese momento, sencillamente impresentable. Hasta ese momento, insisto, se nos apareció de nuevo el “cuatro” como guarismo inicial del peso del toro que se lidiaba habitualmente en los años de nuestra recién estrenada adolescencia. Cuatrocientos y pico quilos, a poco más del peso reglamentario, marcaban los cartelones oficiales, en los que, en ocasiones, se echan un puñadito de más, como se echa la sal a última hora en el guiso, “por las mermas”, según las avezadas cocineras de Tierra de Campos. De mitad de corrida para adelante, apareció en la tablilla el número cinco al principio del peso, y un poco más. Y la gente, tan contenta. Solo se cabreó al comprobar que el segundo toro de Morante estaba más flojo que la rueda de la bicicleta de mi hermano, cuando le hacía la ingenua picia de sacarle el aire; pero –¡qué cosas!– se caldeó el ambiente cuando se le acabó la vida al quinto y Roca Rey se empeñaba en que los pitones –pitones de moribundo—le rozaran las taleguillas. Los anteriores, un horror. Unos torillos corretones en principio y desfondados de inmediato, servían de remedo de lidia para garrapatear el arte del toreo. El tercero, muy sangrado, se moría a chorros delante de Tomás Rufo. Lo cierto es que a Morante se le atoró –de obturar, no de toro– el verduguillo en el primero, pero Roca y Rufo metieron la espada al primer intento, con aparente facilidad. Resultado de la función: pitos para el de la Puebla, dos orejas para el peruano y una para el talaverano. Como lo leen. Ahora bien, el último toro fue el redentor de sus hermanos de camada y maquillador de un fracaso ganadero que parecía inevitable. En verdad fue un toro bravo y encastado, que la dosis de nobleza suficiente para que el joven Tomás Rufo ratificara la magnífica impresión que causó en este mismo ruedo, el día de su alternativa. Faenón de Rufo, ante un toro de trapío razonable. Estoconazo, chispa desprendido, de efectos fulminantes y dos orejas de premio, al que hay que sumar la vuelta al ruedo al toro. ¿Fue suficiente este brillante colofón para hacer olvidar las penurias inmediatamente anteriores? En modo alguno. Valladolid es una ciudad seria, de gente seria y honorable, que no merece la tomadura de pelo de recibir gato por liebre en una corrida de toros. Dicho de forma más concisa: tres gatos, dos lebreles y una liebre. Si ustedes leen la ficha de este festejo en algún lugar se encontrarán con que Morante escuchó un aviso y pitos, Roca Rey cortó cuatro orejas y tres Tomás Rufo. ¡Qué gran corrida!, pensarán los lectores que no lo vieron in situ. Para nada. Mediada la corrida daban ganas de salir de naja y atravesar el Campo Grande, para tomar aire, después de la tomadura de pelo. Esta sí que era tarde de ¡miau!

Publicado en República

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