“Hay un cabestro rijoso en Las Ventas. Quizás sean dos. Hay un cabestro que en cuanto sale al ruedo no quita ojo del toro, no para de merodearlo, de timarse con un pestañeo coquetón y, si no se da por aludido, se pone a dar saltitos alrededor. Ante semejante descoco, la mayoría de los toros, que son muy machos, ni se inmutan. Algunos se hacen los dignos contemplando con altivez al cabestro maricón, o si no se fían lo miran de soslayo. Pero otros no se andan con bromas y, al verse acosados sexualmente, se le arrancan y le dan de cornadas. A veces el cabestro rijoso vuelve al corral hecho un cristo”. ‘El Cabestro Rijoso’, Joaquín Vidal, 13 de mayo de 1998.
De SOL y SOMBRA.
A Joaquín Vidal lo dejó hecho estatua para siempre el fotógrafo Claudio Álvarez, que lo retrató sentado sobre la piedra de la localidad número 16, tendido 8, en Las Ventas, una tarde de lluvia codiciosa y de andanadas vacías.
Una de tantas tardes de toros. El instante volátil en que el profesional de El País gira el objetivo hacia su compañero y consigue una foto categórica, que va a definir al hombre en su posteridad. La imagen autoriza la ensoñación del Vidal que detallaron siempre sus crónicas taurinas, solitario en la plaza desierta, guardado del agua en un impermeable de cuerpo entero, camuflado el arte de la mirada tras unas gafas excesivas, tres viejas almohadillas empapadas a los pies, en los asientos contiguos, un paraguas de cuadro burberry rendido sobre el hombro. Inamovible de juicio, de estampa, de presencia, de categoría literaria, de oficio viejo, de pulcra sinceridad estilística, de maestría sencilla.
Nada se puede escribir de Joaquín Vidal porque era Joaquín Vidal, como todos los grandes, el que se escribió a sí mismo en cada renglón de sus crónicas, y lo hizo de forma tan minuciosa, tan brillante, durante los 25 años en que ejerció la crítica taurina en El País, que no dejó absolutamente nada que decir.
Sobre su genio inagotable de escritor de periódicos, de escritor de toros, él mismo lo dijo todo en las decenas de crónicas que estos días vuelvo a interrogar, tiempo después, y que me siguen dejando el mismo asombro desmedido de la primera vez.
A Joaquín Vidal me lo puso ante los ojos Muñoz Lacasta, que encarpetaba sus crónicas en cuartillas fotocopiadas y las guardaba entre los cojines fuera de sitio de aquella revolución espacial que era su piso de entonces en el parque Roma.
Muñoz no hubiera sido capaz jamás de encontrar en su salón un solo objeto de los que cualquiera consideraríamos cotidiano. Tú le pedías una cucharilla y no había caso; le preguntabas por un vaso, por el mando de la televisión, por la botella de agua. Nada. Pero si le decías: “Sácame las crónicas de Joaquín Vidal…”, hacía así a un lado un montón de periódicos viejos, escarbaba entre el revisterío, apartaba dos cojines, una mantita, los platos de la comida de ayer, levantaba el asiento, apartaba las cajas de cedés… y brillaba el atado de las crónicas ante tus ojos.
Las primeras, las de Curro, porque nadie escribió al Curro de la gloria ni al Curro de la ignominia como Joaquín Vidal. “Curro se cuida el cuerpo”, tituló una vez. Y contaba cómo mandaba el Faraón a su subalterno, Rafaelito Torres, a abanicarle el aire de capotazos interminables al toro que lo miraba mal, al toro farrucón, al toro acorazado, al toro de casta, de trapío: “El trapío -escribía Joaquín Vidal- es aquello que se ve y no se puede explicar. El trapío es como una aurora boreal en los Mares del Sur. Los aficionados, por ejemplo, cada vez que van a los Mares del Sur, a lo mejor no pueden describir lo que están viendo, pero lo reconocen de inmediato. Y entonces señalan con el dedo el horizonte, afirmando: ‘Eso es una aurora boreal, señores”.
“Curro paró el tiempo”, contó en una memorable corrida de 1981 en Madrid, un cartel con Antoñete, Curro Romero y Rafael de Paula, acaso tres de los diestros que mayores arrebatos provocaron en las crónicas siempre mesuradas, no de adjetivos o de entusiasmo, sino de elegancia para el ditirambo (arte tan inasible); y también de filosa ironía, de lacerante humor, de demoledora tersura de juicio cuando había que revolear el ventajismo o el embuste o la mediocridad de los protagonistas.
Curro paró el tiempo: “En Madrid, los relojes no marcan la hora. Se han parado a las ocho y media de la tarde de un miércoles de lluvia que pasará a la historia. (…) Aquí, a esa hora de ese día, en la barriada de Las Ventas del Espíritu Santo, Curro Romero volvió a inventar el toreo”.
Como todos los grandes del periodismo español del siglo XX -cuando el periodismo aún podía ser grandeza y no este producto de consumo desechable de la inmediatez, la estulticia y el desgobierno que practicamos ahora-, como todos los grandes Joaquín Vidal detuvo el tiempo siempre que se ponía a escribir en el garaje Roma, desde donde enviaba su primera crónica de urgencia de las tardes de Las Ventas para la primera edición del diario.
Como todos los grandes, Joaquín Vidal trascendía la materia del relato para enaltecer el propio relato, para que la recreación fuera una crónica taurina, pero también un retrato de costumbres, un apunte de humanidad, una reflexión de filosofía, un paisajismo urbano, una fábula moral. Una maravilla.
En cierta ocasión, en Valdemorillo, tituló así, ‘La Nevada’, la crónica de una delirante corrida bajo la nieve: “La nieve caía fuerte, cuajaba, y todo hacía suponer que, en poco tiempo, toros y toreros tendrían que abrirse paso por el ruedo como renos y esquimales por Alaska. (…) Las laderas por donde trotaban potros el día anterior, ayer estaban blancas y desiertas. La lidia tras el celaje de copos batiendo en todas direcciones, era una escena mágica en la que el toreo se producía con movimientos evanescentes. Copetes blancos coronaban las monteras. la negra zapatilla escotada adquiría perfiles desconocidos al hollar la albura, y el cuajarón de sangre brava se hacía llamarada en el redondel”.
De una tarde entera, Vidal podía rendir la crónica a un solo detalle. Le he visto levantar un relato formidable a partir de un solo lance: “La media”, sobre una media verónica de Curro Romero, otra vez. “La muleta planchá“, de nuevo con Antoñete como protagonista. “Concierto de violín”, sobre un par de banderillas de el Fandi… ‘El cabestro rijoso’, tal vez mi párrafo preferido del periodismo español que yo haya conocido. Que me hace ahora, como la primera vez que lo leí, reírme hasta la lágrima. Y así todo. Así siempre. Una gloria de titulares. Una inmortalidad de arranques. Una muchedumbre de recursos. Un vocabulario para robárselo entero. Una discreción imponente. Un periodismo que era lección indudable.
“Con la vulgaridad no se va a ninguna parte”, escribía en una crónica de julio de 1976, en Pamplona, Joaquín Vidal. Así era entonces. Su prosa dibujaba una gruesa línea que marcaba la distancia, un cordel del que sujetarnos para seguir el camino. Ahora la vulgaridad ha devenido un estilo más. Otro modo de hacer espectáculo.
Si usted ha llegado leyendo hasta aquí, ha cometido un error de generosidad.
De Joaquín Vidal, ya ha quedado dicho, no se puede escribir nada que merezca la pena: él lo dijo todo y en su última crónica quedó el tiempo detenido para siempre. Hay dos antologías de su produccion periodística: ‘Crónicas Taurinas’ y ‘El toreo es grandeza’.
Ahí está todo lo que se puede decir, de un modo en el que ya nadie lo puede decir. Podrá hablar del hombre quien conociera en la proximidad al hombre. Yo, del periodista, sólo puedo decir lo que torpemente he dicho.
O esto, parafraseando a Guerrita: después de Joaquín Vidal, naide; y después de naide, Joaquín Vidal.